martes, 11 de agosto de 2009

La Fiesta

Tras comprobar que no estaba sentado en la terraza, Silvia, con flores amarillas, entró en el bar y preguntó la hora. Habían quedado a las 12 y ya se retrasaba 10 minutos. No podía llamarlo, la noche anterior el móvil se había quedado sin batería, así que él tampoco hubiese podido avisarla por teléfono de un imprevisto hipotético que le hubiera llevado a cambiar de planes. Se puso nerviosa. Era sábado: si perdía el tren de y treinta y cinco, no habría otro hasta al cabo de cuarenta minutos. Llegaría tarde y su en su família era tenida por una persona impuntual y egoísta, no quería darles ocasión de reafirmar su teoría. De hecho,no compartía en absoluto esa opinión. Su madre tendía a etiquetar a la gente, o a ella, al menos, y una vez que lo hacía era imposible sacarse de encima el sambenito. Por ejemplo: Desde aquella vez que perdió las llaves de casa y al cabo de pocos días le robaron el bolso (con la llaves dentro) de un tirón, Silvia se convirtió, a ojos de su madre y de todo aquel que quiso escucharla, en una despistada, alguien en quien no se puede confiar, por los siglos de los siglos, Amén. No importaba que de aquello hiciese ya casi doce años, esta anécdota (y otras por el estilo) eran citadas todas y cada una de las veces que Silvia cometía el menor de los descuidos. Así son las madres, supongo . Y , supongo que también es cualidad materna el pensar y decir que sus hijas son impuntuales, desagradecidas y tienen un gusto pésimo a la hora de vestir.

Dudó entre esperar o marcharse sin él y, finalmente, pidió un café con leche y un móvil. La camarera la miró perpleja, y ella le explicó lo de la batería, la cita que se retrasaba, la posibilidad de un intercambio de tarjetas SIM.


-¿Qué móvil tienes? ¿Quieres probar con mi cargador?

Tenía un Nokia y el cargador era el adecuado. Él ya estaba llegando. Perdieron el tren.

Ambos se habían ido a dormir tarde y no tenían ganas de hablar, pero lo intentaron mientras esperaban al siguiente y bebían coca-cola. Una vez a bordo, ella hizo como que dormía y él empezó el libro que ella llevaba para regalar a su madre. El mismo libro (el mismo título, el libro era otro) que ella había leído una mañana de un tirón antes de levantarse de la cama unas semanas antes. Él, sin embargo, no tuvo tiempo de terminarlo en los cincuenta minutos que duró el trayecto, así que Silvia resolvió interiormente, con ese instinto proselitista que nos despiertan los libros que realmente nos gustan, regalárselo también a él.

En el pueblo, ella le enseñó algunas casas bonitas que había en el camino de la estación a la casa.

Silvia le dió las flores y el libro a su madre. Había mucha gente ya, pero aún faltaba para que empezaran a comer. Había llovido un poco un rato antes y habían decidido trasladar la mesa adentro. Sílvia le presentó a los invitados: a su hermano, al novio de su madre, a los amigos... al tiempo que ella los saludaba. Casi todos la abrazaban, se alegraban de verla, se admiraban de lo guapa que estaba; muchos la recordaban de pequeña.

Sílvia sirvió vino y le enseñó la casa y después salieron a la terraza y observaron divertidos cómo los voluntarios encargados de las brasas discutían sobre la mejor manera de asar calçots. Sílvia bajó a ver si su madre necesitaba que le echasen una mano, él prefirió seguir arriba, descojonado con las bromas de los "chicos". Su madre estaba con sus amigas, todas contentas por estar juntas y por el vinillo. Silvia se sirvió más vino y subió unos aperitivos a la terraza. Escaleras arriba y abajo, subiendo leña o bajando botellas vacías, se iban cruzando los invitados.
Llegaron los australianos, recién aterrizados y completamente sobrios y seguro que lo encontraron todo muy raro. Uno de ellos, vegetariano, preguntó qué se estaba cociendo en las brasas. Carcajada general, Sílvia sirvió más vino: "Don´t you worry, it´s just onion"

Sólo cebollas. Después de un viaje de más de 30 horas, por fin estaban en Europa, concretamente en una calçotada en un pueblo de las afueras de Barcelona. Y descubrían que detrás de esta misteriosa ceremonia lo único que había era... cebollas. Debieron de creer muy ciertos los tópicos sobre los catalanes. Algunos invitados discutían acaloradamente, ahora sobre si nuestras antípodas exactas caen en Australia o en el mar, Silvia y su hermano traducían, de vez en cuando, parte de la conversación a los australianos y discutían por su parte acerca de la mejor manera de decir esto o aquello en inglés, las amigas de la madre señalaban lo bien que hablaban el inglés los dos hermanos y, mientras tanto, se servía vino.

Todos hablaban cada vez más, cada vez más alto, cada vez mejor inglés y cada vez con mayor intimidad.

Silvia, en la cocina con su madre y las amigas, les habló de él, les aclaró que no eran más que amigos y que le había invitado a la fiesta para tener compañía y porque sabía que les iba a caer bien. Alguien ofrecía trabajo a alguien. El hermano invitó al sector más joven de los australianos a una fiesta en Barcelona la semana siguiente. Los calçots se hacían en la brasa. Arriba y abajo se servía más vino. Se sentaron a comer.

Silvia hablaba mucho y comía poco. Servía vino. Propuso un brindis, cantó una canción y trató de subirse a hombros de su hermano, pero se cayó y todos pudieron ver su ropa interior. Discutió con su madre cuando esta trató de impedirle que se sirviese más vino y tuvo la iniciativa de organizar una batalla con la tarta de cumpleaños como munición. Su hermano la detuvo, la arrastró fuera del comedor y la acostó en una cama.

Silvia lloró: su vida era una mierda. Hacía mucho tiempo ya que no tenía fuerzas para nada. Le costaba un mundo levantarse de la cama. Cada vez le resultaba más difícil seguir unos mínimos hábitos de higiene personal y mantener la ilusión de normalidad con que engañaba a los suyos. Cualquier gestión que implicase salir de casa (como ir al banco y pagar facturas) empezaba a parecerle imposible. Pensaba en la muerte, en la locura, en que, tal vez, la vida fuese más fácil para ella en un manicomio, o viviendo en la calle, dejándose llevar por la pendiente, sin necesidad de esforzarse nunca más.

Él no notó su ausencia hasta mucho más tarde, la fiesta estaba animada y se lo estaba pasando bien. Ahora peroraba contra USA y Barak Obama, bebía orujo y pasaba un porro. La madre hacía como que no veía y hasta se fumó un cigarro ella misma, que había dejado de fumar hacía años.

Fue a buscarla cuando se percató de que no estaba. Se metió en la cama con ella y la besó en la boca. "Aquí no, tío, que es la cama de mi madre".

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